En los últimos días hemos tenido más concentración de noticias sobre la familia real británica que en todo lo que llevamos de año. El viaje de los duques de Cambridge a India y Bután, el noventa cumpleaños de la reina o el encuentro de William y Harry con los actores de Star Wars han copado portadas y titulares, pero ha sido el príncipe George el que ha robado toda la atención a sus ilustres familiares. ¿De qué modo? Con la prerrogativa de los niños de dos años: ser adorable.
“Absolutamente encantador”. Así definió al príncipe el fotógrafo Ranald Mackechnie, el encargado de inmortalizar a la reina y a los tres siguientes eslabones en la línea sucesoria –los príncipes Carlos, William y George– para una tirada de sellos conmemorativos con motivo del noventa cumpleaños de Isabel II. Pese a que sus padres se refieren a él a menudo como un niño travieso e inquieto, según Mackechnie, su comportamiento fue impecable: “Sólo tienes una oportunidad muy corta cuando fotografías a niños pequeños, pero el príncipe George estaba de buen humor y todo el mundo parecía gozar viendo cómo él disfrutaba. Estaba fascinado por mis luces y por todo el equipo, y bastante feliz subido a los bloques. Saqué ochenta o cien fotos, pero cuando vi esta supe que ya la tenía”.
El resultado es una insólita estampa oficial tomada en un salón del palacio de Buckingham en la que el niño logra contagiar con su sonrisa a su padre, abuelo y bisabuela, y, a juzgar por cómo han hablado de ella los medios británicos, a todo el que la ve. Lo importante es que el detalle de que el niño esté subido a unos bloques para igualar su altura con la del resto de los inmortalizados no saldrá en los sellos del Royal Mail, pero desde palacio han decidido sacar a la luz la imagen completa. Saben que ese es uno de sus puntos fuertes: un “detrás de las cámaras” que habla del trabajo de conseguir una foto así y le añade un plus de espontaneidad a la sonrisa del niño que la vuelve mucho más memorable.
Que el pequeño George de Cambridge vaya a salir en un sello por primera vez es una noticia; que el pequeño George de Cambridge pose para ese sello subido a unos bloques de gomaespuma se convierte en una imagen icónica.
Pero para imagen icónica es la que tuvo lugar el viernes por la noche en el palacio de Kensington. Los Obama visitaban a los duques de Cambridge y a Harry tras un día de encuentros con la reina y el duque de Edimburgo. Aunque tenía que estar ya durmiendo, se permitió que el príncipe George se saltase su hora de acostarse para saludar al presidente y la primera dama de Estados Unidos. Vestido en un impecable pijama de cuadros azules y blancos, envuelto en una bata con su nombre bordado y calzando zapatillas de estar por casa, el niño se convertía en la definición del término “robar el show”. Las imágenes dieron la vuelta al mundo al momento provocando una cascada de ooohs y comentarios en los que cualquier atisbo de cinismo quedaba a años luz. “El momento más grande en la historia de las relaciones británico-estadounidenses”, lo tituló tan exagerada como adecuadamente la revista People.
El resto de las fotos del encuentro mostraban al niño a lomos del caballo de madera que le había regalado Obama por su nacimiento y, en una charla informal en el salón del palacio ya sólo con los adultos presentes, un peluche idéntico al perro de aguas de los Obama que estos también habían regalado presidía la mesa de centro. Nada es casual, ningún gesto está dejado al azar, aunque sepa simular bien espontaneidad.
Las casas reales hablan más con su presencia, vestuario y gestos que con sus discursos o actuaciones, que están limitadas por la constitución y los parlamentos y a ellos deben ceñirse saliéndose apenas del guión. Por eso cuestiones como el vestuario de Kate en su viaje a la India o las imágenes de George no son frivolidades ni temas baladíes, sino mensajes y símbolos. ¿Y qué es la monarquía sino un símbolo? Si la existencia de la institución en el siglo XXI no resiste una reflexión fría y ponderada, su supervivencia estará relacionada con su capacidad para encarnar ese “algo más”, ajeno a la lógica y al análisis extremo, en el que muchos individuos y sociedades todavía creen, incluso a pesar de sus más firmes y progresistas creencias. Los reyes contemporáneos luchan por lograr un equilibrio aparentando naturalidad sin dejar de mostrar un ápice de majestad.
El que la monarquía británica decida enseñar la imagen de un príncipe de dos años en pijama chocando las manos con uno de los hombres más poderosos del mundo demuestra que sabe cómo hacerlo a la perfección.
En la semana en la que terminó de conquistar al público, George de Cambridge sólo ha tenido una competencia posible: su prima Mia Tindall sosteniendo el bolso de su ilustre bisabuela en una de las fotos oficiales de Annie Leibovitz por el cumpleaños regio. En cuestiones de adorabilidad, mejor luchar con las mismas armas.
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